EL
NEFASTO GRAN TEATRO DE LAS OPOSICIONES
“He
hurled the spear at Nurunderi like a bolt of lighting.
The teacher leapt aside, but not quickly
enough …
“Now
you are at my mercy”, Nurunderi cried in triumph…”
Aboriginal stories, de A.W. Reed
Llevo tiempo
rumiando las ideas y opiniones que a continuación vierto. Posiblemente
levantarán ampollas y provocarán animadversión entre aquellos que tienen algo
que agradecer u ocultar. No me preocupan lo más mínimo; ni es tampoco mi
intención ofenderlos. Pero ha llegado el momento de airearlas.
Ha poco tiempo
estaba yo navegando por El País Digital,
haciendo uso debido de la tecnología para sentirme en íntimo contacto con mi
país, España. Entre los vaivenes ondulantes del Netscape Communicator ha llamado poderosamente mi atención el
siguiente titular:
“El Consejo de
Estado cuestiona la ley de los funcionarios”
He leído con ironía y, por
qué no decirlo, también con cierta amargura las críticas del rancio Consejo
(las referencias a Maura y el Estatuto de 1918 me han parecido sencillamente
geniales) al no menos inefable MAP (Ministerio de Administraciones Públicas).
Cataloga al proyecto de ley aprobado en febrero pasado por el Consejo de
Ministros como “cuestionable” desde el punto de vista de los principios de igualdad
de oportunidades y cohesión. Y yo me pregunto: ¿dónde han estado esos
principios durante los últimos 20 años? A finales de los años 70, muchos de
nosotros, con vocación, dedicación, esfuerzo y preparación, optamos a las
oposiciones libres estatales a cátedra de Instituto. Teníamos 23 años, e íbamos
al combate llenos de ilusión y con una enorme confianza en nuestras
posibilidades y en nuestro porvenir. Desde entonces, la situación de la
enseñanza ha experimentado un deterioro que raya en lo insoportable. Hemos
presenciado cómo se crearon sucesivamente las oposiciones restringidas, que
abrieron las puertas de par en par a miles de mediocres, profesionalmente
impresentables; los concursos de agregáticos
(denominación acuñada por uno de ellos) en los años 80, que colocaron en un
pedestal a los que no fueron capaces de lograr la cátedra por méritos propios;
al “arrejuntamiento” indigno de FP y BUP, cuando el acceso a ambos profesorados
se hizo siguiendo diferentes procedimientos, baremos y temarios, por lo que no
es difícil encontrar la grotesca situación de que un incompetente opte a las
jefaturas de departamento, hasta entonces investidas de dignidad; hasta llegar
a los últimos disparates, consistentes en valorar cursos de “macramé” o de
“tango” (alentados por ciertos pedagogos, peste de la enseñanza de fin de siglo) como méritos para otro acceso por la
puerta falsa a la patética “condición de catedráticos” actual (“nicknamed” como
brigadas chusqueros por sus mismos
colegas), de la que se ufanan y a la que esgrimen obscenamente para disputarnos
- eso sí, legalmente - las susodichas jefaturas de departamento, haciendo gala
de una dudosa moralidad y perversa ética. A trepar, a medrar, pisando los
derechos ganados a pulso por otros. Y así está la enseñanza: preñada de
efluvios poco recomendables intelectualmente. Tremendo. Y en medio de esta
marabunta, de nuevo me pregunto: ¿dónde está, cuál es nuestra promoción?
Logramos en buena lid la cátedra a los 23. Desde entonces, no sólo no hemos
progresado, sino que hemos perdido, se nos ha despojado de casi todo lo que
implicaba el puesto que tanto sudamos para obtener: prestigio, respeto y
consideración sociales, sueldo, y
posición académica.
Pero no es ésta mi intención al iniciar esta reflexión.
Sea el lector magnánimo, y discúlpeme esta “expansión nerviosa”, como diría el
admirado Juan Marsé. Retomo el hilo de la cuestión que me parece más infamante:
el del acceso a la función pública docente. El mismo Consejo de Estado reprueba
el que no se declare expresamente como
acceso ordinario a la función pública el sistema de oposición; oposición
“libre”, añado yo. Sería de temer que el nepotismo y amiguismo, tan próspero y
floreciente en épocas recientes, volviera por sus fueros (si es que no está ya
enquistado en los entresijos institucionales). No parece, por otra parte,
sensato pretender que el acceso al puesto público se efectúe siguiendo los
procedimientos anglosajones del interview,
que muestran igualmente sus deficiencias - la condición humana es muy similar
en todas las culturas occidentales; aquí, en Australia, también se cuecen habas
corruptas. A la cruda oposición podría agregarse, sin que ello implique
concesión alguna a la galería, una apreciación de méritos y curriculum por
cualificaciones profesionales, de acuerdo con baremos de evaluación
consensuados por las autoridades académicas (¿qué pintan los sindicatos en
estas apreciaciones, que deben ser confiadas a
profesionales capacitados?). Y en ésto, mi querido Sancho, que llegamos
al meollo de la cuestión. ¿Quién juzga esas oposiciones? ¿Quiénes son esos
“cualificados profesionales” en cuyas manos está el futuro de tantos miles de
jóvenes españoles? Sí, en efecto, es cierto: una oposición libre es dura. Hay
que batirse el cobre con colegas de gran preparación. Cada vez es más
descabellada la ratio aspirante/plaza. La competencia es feroz; la inversión en
esfuerzo, tiempo, ilusión y dinero puede llegar a ser devastadora. Actualmente,
lo normal es preparar una oposición a profesor de Instituto (ahora Enseñanza
Secundaria) en un mínimo de dos años. Los temarios y, sobre todo, la pugna que
causa el número desorbitado de candidatos hacen inviable pretender el éxito en
menos tiempo. La complejidad de las pruebas aconsejan, además, la supervisión y
tutela de un gurú-preparador (éste es
otro tema que abordaremos en otra oportunidad: son legión los sinvergüenzas
indocumentados que se han subido a este carro de explotación). Pues bien: la
mejor planificación se puede ir fácilmente al traste, es decir, puede acabar en
el más absoluto y dramático de los fracasos, estrellada contra lo que he
llamado antes “el meollo” de la cuestión: los tribunales examinadores. Ante ellos, uno debe preguntarse lo obvio:
¿qué cualificaciones tienen estos esforzados profesionales?. Ellos tienen en
sus manos las vidas y haciendas del opositor. ¿Están preparados para desempeñar
esa tarea?. En la mayoría de los casos, nos hallamos ante profesores de
Enseñanza Secundaria con algunos años de experiencia, cuya máxima cima
curricular ha consistido en aprobar una carrera (la Universidad, otro tema para
otra ocasión), del modo que haya sido (incluido el aburrimiento), y lograr
ganar una plaza, de la manera en que ello se haya obtenido. De manera que en un
tribunal pueden perfectamente coincidir el catedrático de oposición libre - los
menos - con el profesor de oposición restringida y/o de FP - los más, que, para
más inri, son designados a dedo como presidentes. No dudo de que el primero
está en plena posesión de su capacidad y competencia juzgadoras; tampoco es
discutible que los segundos suspenderían estrepitosamente todas y cada una de
las pruebas que ellos van a juzgar. En mi opinión, la injusticia es sangrante.
Sin paliativos. Por otro lado, en las oposiciones de idiomas hemos de contar
con una dificultad añadida a la ya de por sí dura experiencia: la traba de la
lengua extranjera. La forma lingüística y el contenido van de la mano, y es
impensable la una sin el otro. Ello nos lleva a una consideración externa al
proceso sobre el que intentamos debatir. El profesor de idiomas está condenado
a una presión extra: el continuo reciclaje es una obligación; la periodicidad
de contactos directos e inmersiones en el idioma en un entorno nativo no debe
exceder del año. ¿Quién lo cumple? ¿Quién lo hace cumplir? Nos hallamos de
nuevo ante la más flagrante de las injusticias: profesionales que no son
controlados en sus reciclajes idiomáticos, que en muchos casos no superan el
“my tailor is rich” (sic), van a decidir sobre innumerables opositores que,
académicamente, están a años luz por encima de ellos. Esta es la amarga
realidad. Yo he presenciado oposiciones de Inglés de Enseñanza Secundaria
(obvio los nombres: están en las gacetas oficiales) en que el tribunal ha
preguntado a opositores de un nivel sobresaliente “what is the difficulties of
our students when learning the passive
voice” pronunciado “guot is de dificúltis of auar estudents güen lernin de
pasif bois”, con un acento peor que lo haría un camarero de Benidorm o un
principiante; o “can you explain us…?”, donde a los errores fonéticos hay que
sumar los gramaticales; o ejercicios prácticos en que, por ignorancia supina e
inexcusable, el tribunal ha decidido dar el valor semántico que buenamente les
ha parecido a un “item” determinado del vocabulario, por puro desconocimiento
del mismo, de tal modo que el candidato que lo sabía podía ser graciosamente
descalificado, al no coincidir su versión con la “oficial”; o aceptar
realizaciones fonéticas como correctas por el solo hecho de que “ellos lo
pronuncian así”, y como tienen la sartén por el mango, son las acertadas. Es
kafkiano, surrealista, ridículo; daría risa, sería “carne” de película de
Berlanga o del llorado Fellini, si no fuera porque se está jugando con el
futuro de todas las generaciones jóvenes, tristemente abocadas a la salida de
la oposición. Es inmensa e insoportablemente injusto.
Creo, finalmente, que el problema está expuesto con toda
nitidez sobre la mesa. Hay que buscar una solución urgente. Dentro de unos
días, la situación se repetirá de nuevo: nuestros jóvenes preparados serán
impíamente pasados a cuchillo por una banda de ineptos, que honrarán y
corroborarán el principio de Peters. El factor suerte influirá más de lo
deseable. Hemos de evitar que el dislate se perpetúe. Una solución que se ha
propuesto como posible es que los tribunales examinadores estén constituidos
por profesores de universidad; me parece un disparate aún mayor. En mi opinión,
los únicos capacitados para emitir juicios ecuánimes y fundados sobre las
actuaciones de los aspirantes a la función pública son, precisamente, los
preparadores de oposiciones. Curiosamente, hay CC AA que los excluyen
expresamente en sus convocatorias, por motivos que hasta cierto punto pueden
gozar de alguna lógica. Podrían ser enviados a otras autonomías, por ejemplo,
con lo que el problema de “enchufismo” se soslayaría. Pero (el último pero)…
¿quién garantiza la preparación del preparador? Hay mucho listillo metido a preparador, sabemos que ello es así (¿quién se
puede extrañar de un abuso más dentro de nuestro país?). De nuevo ofrezco mi
humilde solución: los profesores cualificados, de los que quedan algunos en
nuestros Institutos. Me refiero - y para despejar cualquier duda lo voy a decir
explícitamente - a los catedráticos de oposición libre (los conocidos como
“pata negra”), que ahora se encuentran en plena madurez, y cuya preparación y
experiencia están infrautilizados. Quizá sea el primer paso para iniciar su
justa rehabilitación (esperemos que vengan muchos más después), tema sobre el
que algunos intelectuales comprometidos con la enseñanza se han pronunciado
públicamente (Quousque tandem, Muñoz
Molina, Savater, etc. ¡Yo os invoco…!).
Entretanto, asistamos impasibles al espectáculo del
exterminio del opositor, que va “como cordero llevado al matadero”. Les deseo
la mejor suerte, porque pedir justicia para ellos es actualmente una utopía.
Miguel Angel Pérez Abad
Catedrático de Instituto, Doctor en Filología
Inglesa y Licenciado en Derecho
Actualmente destinado en Melbourne como Asesor Técnico
de la Consejería de Educación de la Embajada de España en Australia
Melbourne (Australia), Junio
de 2000